
Tengo que hacer una aclaratoria muy importante antes de empezar esta cadena de pensamientos discursivos: los perros únicamente no son más felices; también los gatos, los chivos, las lombrices, los cuervos, las palomas, los leones, los loros, los mandriles, los dinosaurios (en su tiempo, claro), y pare usted de contar a toda la especie animal (al menos, por lo que respecta a esta entrada).
Ahora leo una novela de Juan Carlos Onetti que se titula "Cuando ya no importe"; la historia es apacible pero atróz, inmensa; y devela una profundidad que va más allá del discurso, de la ficción y de todo lo que está alrededor. Las palabras de Onetti (y esto es muy suyo) se expanden mucho después de haberse extinguido en el transcurrir del lector; ya nada vuelve a ser lo mismo cuando el silencio le sigue a la palabra, como diría Braudillard. Nada vuelve a ser lo mismo cuando leemos a Onetti. Tal vez cruel, real como una bofetada, Onetti nos transforma sin querer a medida que leemos sus novelas y relatos. Y es que para no ser la excepción Cuando ya nada importe, nos remite al fastidio de la existencia, a esa inmensidad y ese fracaso de la vida que en el fondo siempre nos ha tocado a todos.
Pero para seguir con las mascotas y los perros, debo recordar una idea de Onetti que leí hace un par de días y que me marcó profundamente, porque sus palabras se agrandaron y no cesaron de moverse, de deambular en mi mente, haciendo que ya nada fuera lo mismo. El médico Díaz Grey o Carr, no recuerdo en estos momentos con exactitud, expone que los perros a diferencia de los humanos pueden vivir con felicidad, sin preocupaciones reales porque realmente no saben que van a morir. Y estas palabras, que las había merodeado tanto en mis reflexiones, viendo a mi perra Camila, pensando en ella más allá de la idea de que fuera sólo un perro.
Los perros no saben que van a morir, y entonces ¿Qué pasaría si los seres humanos tampoco lo supiéramos? Es una idea abismal para mí; pensar que puedo vivir sin saber que voy a morir algún día. Pero es algo imposible. Lo sabemos y lo sabremos, a menos que pensemos en la muerte de otros como algo ajeno, distinto a nosotros mismos. Vivir ignorando que somos mortales, vivir la misma vida, los mismos exactos días, con las mismas miserias y las mismas alegrías pero sin esa punzante afirmación, superior a todo, infinitamente más real que cualquier cosa que nos aqueja, que nos rodea y que nos ciñe. La muerte es un Sí, y está en nuestra mente. Podemos olvidarla, creer que no existe, pero ésto sólo es momentáneo. Indefectiblemente, mientras vivimos, retornamos una y otra vez, cada cierto tiempo, muy esporádicamente (según sea el caso) a esa aseveración que es parte de nosotros mismos.
Pero los perros no lo saben, ellos no lo piensan, ni siquiera se lo plantean, y viven su vida; inmensa para ellos aunque sea más corta. Nosotros miramos en las tardes de lluvia a las carrozas fúnebres pasar por las avenidas transitadas, y nos lamentamos del horrendo tráfico, y todo el mundo dice “Un entierro, que fastidio, ahora sí llego tarde al trabajo”, y, entonces tú sabes secretamente que algún día serás tú, aunque no lo menciones, y te entristeces de ti mismo y de tu insoportable destino. Los piensas, si, seguro que todos lo piensan, que no sólo es el tráfico, alguna idea te ronda y te preguntas por qué vas a ir al trabajo, qué significa la vida en resumidas cuentas, todo para siempre morirse.
Pero los perros no lo saben, aunque se mueren, ellos no se lo piensan, viven, viven y mueren y esa idea les resbala, comen felices y apacibles creyendo que serán eternos.